miércoles, 17 de febrero de 2010

De cigarros y melones.

No esperaba nada ni a nadie, escuchaba música sin mucho interés, fumaba y pensaba en no sé qué cosas, cuando la lluvia trajo de vuelta, entre sus gotas, la triste certeza de que no existe cigarro, literatura, café, narcótico, ni siquiera esta visita (un tanto obligada) al mercado, que me hagan olvidar el amargo sabor de la vida; de mi vida. ¿Acaso soy el único que siente ese sabor en la garganta? O acaso ese tipo de las verduras también se da cuenta y lo oculta entre su pásele, pásele, tengo chile pa´rellenar señoras; será que aquella señora también lo siente y, en una práctica extraña (quizá aprendida de alguna cultura de seres superdotados, habitantes de una loca comunidad ubicada en alguna isla que no aparece en los mapas), canaliza esa amargura desde su boca hasta sus manos y la desahoga en esos aguacates que acaricia con tanta ternura. ¿Será capaz de hablar con los aguacates?, y si en verdad puede hacerlo, ¿por qué no lo hace con una sandia o un melón que son más dulces?; no sé. Estoy encendiendo otro cigarro. En este punto ya me alcanzaron, de aquí en adelante ya no serán recuerdos, sino meras notas escritas conforme entro en ese mundo interesante de gente cuyos ideales convergen (tal vez victimas de alguna ley de la mecánica cuántica que no conozco y qué, a modo de corriente de agua de retrete, los succiona hacia un mismo centro y los catapulta en direcciones infinitas para terminar con una elección determinada) en un mismo punto: comprar.
¿Señora, que tal sus melones?, sabe, hace un rato miré a otra señora tocando unos aguacates en el puesto de allá y me intriga saber lo que ella supo al terminar, sólo que se me antoja más lo suyo, ¿me dejaría manosearle un melón?, confieso que no me interesa comprarlo, sólo quiero saber si son capaces de comunicarse conmigo: esto pensé preguntar, sin embargo, prefiero encender otro cigarro y pasar de largo. Procedo a sentarme en una banquita esperando captar alguna actividad extraña en el perímetro; no hay novedad, aunque sospecho de ese caballero que se ha parado a unos pasos de mi, parece que esconde algo entre sus ropas, ¿una navaja?, ¿unos gramos de polvo?; observo a discreción sin descuidar detalles de los demás, pues suele suceder que, en la práctica del robo, dos socios dedicados a eso se ponen de acuerdo y mientras uno distrae al vendedor el otro estira la mano. Pensar en un robo inminente me pone nervioso y enciendo otro cigarro. Ahora lo miro fijamente y él se da cuenta, cree saber que sé lo que piensa hacer; se incomoda ante mi mirada, titubea y hace preguntas estúpidas al vendedor, se aleja un poco, pero aun siente que lo veo, por fin se decide a claudicar y se larga con rumbo desconocido. Procedo a levantarme de mi lugar y caminar a casa. Si bien es cierto que no puedo evitar preguntarme si evité (valga la redundancia) un robo o simplemente asusté a un cliente que quería comprar algo, me resulta imposible no cuestionarme si los melones de la señora me hubieran dicho algo. En fin, esa será otra historia. Enciendo un cigarro más y cierro mi libreta.
Nota al redactar: visitar el mercado no es interesante.

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