lunes, 12 de febrero de 2018

Crítica de dos titanes de la literatura hispana


No mentiría si digo que en muchas ocasiones nos hemos preguntado cómo hablaban o cómo eran en realidad los autores y escritores que admiramos y veneramos. Cómo era su tono de voz, cómo eran sus modos. Los hemos visto en fotografías, pero a veces un pedazo de tiempo retratado no es alimento suficiente para que trabaje nuestra imaginación. Cada día estamos más distantes de los tiempos irrecuperables en los que vivió la gente que leemos, y me he llevado verdaderas sorpresas al encontrarme con conocidos que, hoy en día, no saben que están leyendo a escritores muertos. No es broma: una buena amiga mía, en una ocasión en la que hablábamos de literatura, me dejó estupefacto cuando sin darse cuenta  me comentó, con toda naturalidad, que esperaba que García Márquez visitase la FIL pronto.   
    Por otro lado, yo sí soy consciente que casi toda la gente a la que leo y admiro se fue de este mundo hace mucho, mucho tiempo. Hay cierta tristeza en esta certidumbre. Tengo el vicio pernicioso de inventar vidas imaginarias, y muchas veces me he visto a mí mismo entablando una conversación ficticia con mis autores favoritos: siempre me pregunto cómo fueron. Por suerte, unos meses atrás encontré en YouTube varios videos desperdigados de un programa de televisión llamado A Fondo, transmitido en la década de los setenta, en la que escritores famosos eran entrevistados en la televisión abierta. Era un programa fabuloso. De cultura, de arte, de buena literatura, como ya no hay hoy en día. Así pude ver con mis propios ojos a dos de mis ídolos en todo el esplendor de su estado natural: Julio Cortázar y Juan Rulfo.
    Julio Cortázar tenía la conversación más amena que le he escuchado a alguien nunca. Su dicción era lenta, su voz profunda, y platicaba con la gente como si la conociera de toda la vida. Sus palabras invitaban al silencio, obligaban a prestarle atención, y aunque era obvio que era mucho más listo que cualquiera que lo escuchase, no había ni un dejo de altivez en sus palabras. Cuidaba los movimientos de sus manos, iban a la par de todas y cada una de las maravillas habladas que emergían por su boca, y sabía escuchar a su interlocutor. Pero sin duda era un erudito y era consciente de ello, y a pesar de su calidez humana, sus ojos brillaban con la autosuficiencia díscola e inevitable de ser un titan insuperable en la literatura, que influyó en toda una generación y que sigue influyendo hoy en día. No debemos olvidar que era un cosmopolita, que vivió la parte más importante de su vida en París. Al verlo, me dio la impresión que era Horacio Oliveira, el icónico personaje al que dio vida en Rayuela. Creo que Cortázar no inventó a Oliveira: él era Oliveira. 
    Juan Rulfo, por otro lado, era taciturno, lacónico, y asombrosamente humilde. A contrario de Cortázar, Rulfo apenas si nos deja entrever sus creencias o su filosofía de vida, y era tan reservado y esquivo, tan misterioso, que me dejó para siempre con las ganas de conocer más de él. Todo de lo que hablaba era pura melancolía, con una voz pausada y profunda, como si cada vez que platicara se remontara al pasado. No hacía uso de movimientos o florituras manuales: se quedaba en un silencio sin curiosidad, con las manos entrecruzadas en el regazo o fumando un cigarro con una dedicación de animal triste. Cuando lo halagaban, cuando lo llenaban de elogios por sus éxitos, Rulfo apenas si parpadeaba, y más que enorgullecerse, parecía sentirse incómodo. Era la viva imagen de cualquier personaje que aparece en sus escritos. Quizás era por la edad. Esto me lo dijo mi madre, a la que le mostré el video, y me dijo sonriendo:
    -Hijo, es que era un señor de pueblo.
Ahora sé que tiene razón. Rulfo nació en los pueblos de Jalisco, aquellos poblados de ensueño, de polvo seco y atardeceres eternos, que plasmó con romanticismo todas sus obras. Rulfo hablaba igual que mis abuelos: con palabras lentas, profundas, con los ojos soñadores, envueltos en una atmósfera inexplicable, como si pertenecieran a otro mundo. ¿Quedé satisfecho con esos videos sobre dos personajes a los que admiro? Por supuesto que sí. Después de cada video me quedó una sonrisa y en el rostro, y pensé que ahora sí tendría alimento para mi imaginación y así inventar más conversaciones ficticias en el pasatiempo sin fin de mis soledades.   

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