Por Juan Francisco Andrade
Si observamos el desarrollo de las distintas sociedades a través de la historia, encontraremos ciertas condiciones que parecen establecerse de forma premeditada, arbitrariamente o en consenso (dependiendo el tipo de gobierno), pensando en las consecuencias de tal decisión, planeando en busca de lograr algún objetivo específico o solucionar un determinado problema. Podemos poner la mirada, por ejemplo, en el caso excepcional de las colonias inglesas del norte de América, donde factores como la posición socioeconómica y la religión de los colonos, o el zeitgeist fuertemente influenciado por la ilustración y pensadores como Voltaire, Rousseau y Montesquieu, propiciaron que su desarrollo fuera bastante organizado y tomara en consideración aspectos sociales y urbanísticos, además del hecho de partir de cero en un territorio vasto e inexplorado.
Sin embargo, incluso en casos tan óptimos como el de las Trece Colonias, podemos señalar dos cosas:
- Las decisiones, al ser tomadas por un grupo determinado de personas (o una sola persona en algunos casos), llevan un sesgo que tiende a favorecer un sector específico de la sociedad, ya sea racial, étnico, de género, de orientación sexual o alguna otra característica, minoritaria o no, que se encuentre fuera del mapa de visión de quien o quienes llevan la batuta.
- No todo se puede controlar, ya que, conforme crece cada vez más la civilización, surgen cambios en respuesta a situaciones inmediatas, o que deliberadamente transgreden las leyes, a veces haciendo uso de la violencia, y que también forjan la manera en la que crece y se desenvuelve una sociedad dada.
Esto ocasiona que la balanza se incline, dejando de lado los derechos y libertades de personas que también forman parte de ese conjunto social, obligándolas a atenerse o adaptarse a lo que imponga un grupo que domina en número o en condición.
Dicha parcialidad no sólo está presente de forma simbólica en el acceso al campo laboral, la educación y otros derechos, sino que se materializa en el mero acceso físico a la ciudad, de modo que la interacción de un individuo con su entorno inmediato es un constante recordatorio del lugar que ocupa en una sociedad sectorizada.
Podemos ver esto de manera clara en los vergonzosos años en los que existían lugares públicos exclusivos para personas con cierto color de piel en los Estados Unidos (Pérez-Concepción, 2010), por ejemplo, o en la Alemania Nazi donde los practicantes del judaísmo no podían si quiera hacer uso de la banqueta para caminar (CONAPRED, 2007).
Hoy en día lo observamos en la cuestión del género, aspecto que atraviesa a todas las civilizaciones del mundo, en tanto que el sexo es una condición biológica presente sin excepción en los seres humanos, que se ha utilizado como fundamento para legitimar muchas desigualdades. Vemos aditamentos que requieren de mucha fuerza para ser utilizados, baños que hacen muy fácil orinar si eres hombre (y que, de entrada, están divididos generalmente de forma binaria), aparatos diseñados conforme a la anatomía masculina, calles y medios de transporte público que se vuelven inseguros por el simple hecho de tener vagina en vez de pene, entre otras cosas.
Al ser un individuo socializado como varón, no me siento con la experiencia ni el derecho de profundizar sobre las condiciones que dificultan a las mujeres el acceso a la ciudad en la que viven (pese a que vivo día a día numerosos privilegios por ser hombre); de modo que mi intención en este ensayo va por otro camino. Con él busco señalar, utilizando conceptos puntuales que el discurso feminista ha articulado, las diversas dificultades para aquellas personas que hacen uso, para trabajo, transporte o recreación, de un artefacto que este año sopla doscientas velas en su pastel, y que, pese a su longevidad, aún no encuentra un espacio definido y respetado, física y simbólicamente, en la mayoría de las sociedades actuales en general, y en la sociedad mexicana en particular: la bicicleta.
Del manspreading al carspreading
Es probable que, quienes hacen uso del transporte público con frecuencia, hayan presenciado más de una vez el man spreading. Del inglés man (hombre/varón) y spread (extenderse), dicho concepto popular se refiere al acto de abrir las piernas excesivamente al sentarse, ocupando más espacio del necesario y dificultando así el uso de éste por otras personas, so pretexto de necesitar hacerlo para no estrangular sus abultados y protuberantes genitales.
Evidentemente, existe en nosotros una diferencia sexual biológica manifiesta; el cuerpo es la primera evidencia incontrolable de la diferencia humana (Lamas, 1999), y por tanto, la forma en la que hacemos uso de y tenemos acceso a lo público, la ciudad, las calles, el transporte, es diferente dependiendo de nuestro sexo. Hasta ahora hemos venido arrastrando ciertas cosas que consideramos naturales dentro de un determinado orden social. Por medio del capital simbólico, se producen y reproducen nociones clasificatorias de oposición binaria, que sobrepasan la objetividad de las estructuras sociales para incrustarse en la subjetividad de las estructuras mentales y corporales, construyendo una política encarnada (Bordieu, 1988; en Lamas, 1999). De manera que dentro de lo femenino, por ejemplo, cabe una forma específica de sentarse: cruzando las piernas, ocupando el menor espacio posible, de forma discreta y sin importunar; mientras que, si eres varón, se te permite ser más relajado y abrir tus piernas, no importa que eso les dificulte el paso y acceso a otras personas. El problema de pensar que algo es “natural” es creer que es inmutable (Lamas, 1999), y que por ello no lo cuestionemos, y no nos preguntemos cuál es el verdadero origen, y cuáles sus verdaderas repercusiones.
El manspreading, por supuesto, no se queda en el asiento del camión. Como varones, estamos tan adiestrados en la idea de que todo espacio es nuestro espacio, que creemos que es cierto y lo manifestamos, a veces de forma subconsciente, en modos más abiertos de dominación como en las conversaciones, al interrumpir, hablar por encima de otras personas, querer tener siempre la razón y la última palabra, o incluso hasta creernos con el derecho de acceso al cuerpo de otras personas, a través del acoso, hostigamiento y abuso sexual (Utt, 2015 [traducción propia]).
Si, de acuerdo a nuestro cuerpo, vivimos lo público de forma distinta, y si los varones en particular estamos socializados para dominar el espacio, no debería sorprendernos que aquello que esté diseñado y planificado generalmente por hombres (dentro de este manspreading político, directivo y laboral), no considere cómo está excluyendo a otros cuerpos, a personas con condiciones distintas. La construcción de los espacios que habitamos se basa en principios arquitectónicos concebidos a partir de una estructura androcéntrica, entorno a una identidad cultural pensada en atender las necesidades del hombre (Cruz, 2017).
Si trasladamos este sesgo en la construcción de lo público, este desequilibrio en la balanza, al ámbito de la movilidad, podemos encontrar correspondencias muy interesantes. Por un lado tenemos al modelo capitalista que privilegia aquello que genera más consumo. Existen incalculables intereses económicos dentro de la industria de los automotores (los combustibles fósiles, las obras viales, las agencias automotrices, los talleres de mantenimiento, los insumos y piezas, etcétera), en comparación con la industria de la bicicleta.
Aterrizando al ámbito local, la planeación urbana de la Zona Metropolitana de Guadalajara está evidentemente cargada, en número y presupuesto, hacia las obras que adaptan el espacio público para los automóviles: puentes, pasos a desnivel, ampliación de carriles, pavimentación, libramientos, entre otras, evidenciando un claro carspreading en la administración pública. Estas medidas son pensadas como una necesidad para solucionar la congestión vial, de la misma manera que abrir las piernas excesivamente al sentarse es “necesario” para solucionar una congestión genital, porque el carro/hombre es primero. Parece que la idea de pensar en disminuir el parque vehicular no es una opción.
Además, la dinámica misma sobre la que está pensada la ciudad implica largos recorridos. La distancia que separa a los lugares donde se realizan las distintas actividades económicas y sociales no ha dejado de crecer en los últimos decenios como consecuencia de los avances tecnológicos y organizacionales. [...] Los movimientos poblacionales hacia las áreas circundantes a la urbe o a las ciudades dormitorio donde los individuos fijan su residencia, han dado lugar a un cambio demográfico que conlleva desplazamientos diarios desde la periferia hacia el centro en horas punta (Lizárraga, 2006). Para estas personas, el uso de la bicicleta simplemente no es viable.
Pese a que, en los últimos años, se ha trabajado desde el ámbito político para visibilizar a quienes no habían prestado suficiente atención (en gran parte gracias al activismo de grupos y movimientos feministas, colectivos ciclistas, etcétera), hasta el punto de la creación de leyes que protegen a la mujer por un lado, y a las personas ciclistas por otro, así como la generación de espacios exclusivos, cabe preguntarse hasta dónde se trata de una “estrategia de condescendencia” para algo que no encaja dentro de la lógica de planeación (Bordieu, 1988; en Lamas, 1999), o si estas acciones son suficientes para impactar en el ámbito simbólico, de modo que quienes detentan el privilegio, varones/automovilistas, puedan ser conscientes de ello y partícipes del cambio hacia la inclusión y la igualdad.
Si el automóvil es lo esencial en una ciudad que necesita trasladarse grandes distancias en el menor tiempo posible; si, dentro de la lógica de dominación, el sujeto no se plantea más que oponiéndose: pretende afirmarse como lo esencial, y convertir al otro en inesencial, en objeto (Beauvoir, 1949), ¿de qué manera podemos deconstruir esta esencialidad, para pensar en un espacio donde quepan todas y todos? El diálogo está abierto, y el problema de la movilidad, lejos ser solucionado.
La Ley de Herodes y otras leyes
Como mencionaba anteriormente, después de que activistas, colectivos y movimientos alzaron la voz, tomaron las calles, señalaron el problema e incomodaron hasta ser escuchadas y escuchados, se consiguió la elaboración y aprobación de leyes como la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, en el 2007 a nivel federal, y la Ley de Movilidad del Estado de Jalisco en el 2013 (con una importante reforma en el 2016 en favor del uso de la bicicleta), que reconocen los derechos, constantemente vulnerados, de cierta parte de la población, y otorgan un marco jurídico para la vigilancia de su cumplimiento, buscando a través de recomendaciones, sanciones, multas y otras medidas, conseguir que estas personas puedan ejercer sus libertades y derechos, para poder desenvolverse en el espacio público de una forma segura y hacer uso de la ciudad sin que su condición de no-hombre/no-automovilista sea un factor determinante; sin embargo, no podemos pretender que con esto se resuelve el problema.
Definitivamente las últimas reformas a la Ley de Movilidad y Transporte del Estado de Jalisco, conocida como la Bici Ley,apuntan hacia un panorama interesante, al otorgar a quienes hacen uso de la bicicleta, el derecho a circular por un carril entero. De esa forma, está contemplando la idea de otorgar un espacio que le pertenecía al automóvil para que pueda ser utilizado por ciclistas, como el hermano mayor que es obligado a prestar sus juguetes al hermanito menor que ya alcanzó una edad apropiada para jugar con ellos. Por supuesto, al hermano mayor esto no le hace nada de gracia.
Desafortunadamente, entre el de jure y el de facto hay mucho que recorrer. Basta con ver la reacción de algunos automovilistas ante la Bici Ley, quienes argumentan que “será difícil que se cumpla, ya que con la cantidad de vehículos cada día se entorpece más el tráfico y el carril derecho se «desperdiciaría»; aseguran que el número de ciclistas es mínimo comparado con los autos” (El Informador, 2016). Bien inicia Sor Juana su poema: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis”. Del mismo modo, se apela a la minoría en número de las bicicletas en comparación de los autos, sin preguntarse qué condiciones las hacen ser minoría. Al igual que cuando se explica la ausencia o menor proporción de mujeres en cargos públicos y de toma de decisiones mediante una supuesta falta de aptitud atribuida a su género, se hace referencia a una condición determinada, la cual es consecuencia directa o indirecta de la misma situación de dominación, para justificar la desigualdad. Por supuesto que algo será considerado desperdicio cuando no beneficia directamente a quien emite el juicio. ¿A caso es necesario señalar lo ridícula que es la idea de que, para solucionar el problema de exceso de automóviles, se necesita darles prioridad a los mismos?
Pareciera que la verdadera ley que dicta la forma en que se hace uso de la ciudad es la Ley de Herodes (o te chingas o te jodes), a juzgar por algunas recomendaciones que hacen las leyes antes mencionadas, en las que generalmente se invita a la parte vulnerable a cuidarse de la parte que vulnera, en lugar de señalar a ésta última y buscar estrategias para su concientización y cambio.
En el Manual de Ciclismo Urbano expedido por el Instituto de Movilidad y Transporte del Estado de Jalisco (IMTJ, 2016) a raíz de la Bici Ley, se invita a las y los ciclistas a “no circular por la extrema derecha del carril ya que por ahí suelen estar las alcantarillas” (p. 38). Es decir, en lugar de trabajar en una propuesta para modificar el diseño de las alcantarillas, de manera que dejen de ser una trampa mortal elaborada para atrapar ciclistas, mejor se les advierte que no transiten por ahí. Del mismo modo, el manual indica a las y los ciclistas cuáles son las zonas de visión de quien conduce un automóvil, para que cuando se haga uso de la bicicleta, se ponga mucho cuidado en transitar donde el carro pueda verte, en lugar de exhortar a los últimos, estando en evidente condición de ventaja en velocidad, seguridad, tamaño y fuerza, a que estén siempre alerta de peatones y ciclistas. Otro ejemplo claro, en la página 44 del mismo manual, es una de las recomendaciones para rebasar y hacer cambios entre carriles, en donde se advierte suma precaución al rebasar automóviles que no están en movimiento, ya que “las puertas de los vehículos pueden ser abiertas súbitamente”.
No puedo evitar la evocación a la recomendación de un padre o una madre a su hija de que se cuide de los hombres, ya que “los hombres son hombres”; a que no transite sola por la noche. Hay un problema evidente, y la invitación es a adaptarse y acostumbrarse a él. A cuidarse de quien te atropella/viola.
Es en este tipo de sugerencias e indicaciones donde se nota la disparidad entre lo jurídico y lo real. Se invita a la bicicleta a que transite a mitad del carril (IMTJ, 2016) (e incluso se señaliza su prioridad con un triángulo gigante pintado sobre la vía), exponiendo así el cuerpo, estando a expensas del juicio y voluntad del automotor, sujeta a su civilidad y respeto a la ley y la señalética vial. Por otro lado, quien conduce el volante se encuentra a medio camino con un obstáculo exasperante, una prueba a su paciencia en una ciudad acelerada y con estreñimiento vial. En tal caso por lo menos, después de atropellada, la persona ciclista puede ampararse en la ley para la acusación, en caso de seguir con vida.
Sanción vs. concientización
En el “Taller sobre Masculinidades, Género y Salud” impartido por el Dr. Benno de Keijzer en el 2016 en el Centro Universitario de Ciencias de la Salud de la Universidad de Guadalajara, éste mencionó cómo, estadísticamente, la alza en el precio de los productos del tabaco tuvo mayor impacto en la disminución del consumo de éstos, en comparación con las campañas de concientización que resolvían mostrar crudas imágenes de las consecuencias del tabaquismo. Esto hace que me cuestione qué tan efectivo y oportuno es el uso de la sanción frente a la concientización.
Dentro de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (2007), se concibió el Programa de Reeducación para Víctimas y Agresores de Violencia de Pareja, cuyo objetivo es “desarrollar nuevas habilidades y formas de comportamiento, en mujeres y hombres, que permita establecer relaciones de pareja en un plano de igualdad” (Híjar & Valdez, 2010). Considerando que dicho programa atiende de manera integral tanto a las víctimas de una situación de violencia de pareja, como a los agresores, a raíz de una denuncia ante el ministerio público, pero que “los datos disponibles indican que muy pocos actos de violencia sexual se denuncian” (Híjar & Valdez, 2010), nos encontramos ante una situación complicada. Por desgracia, para iniciar un proceso de reeducación o concientización, es necesario esperar a que haya una agresión, y que ésta sea denunciada (con algunas excepciones de personas que acuden de manera voluntaria).
De manera similar, el artículo 183bis de la Ley de Movilidad y Transporte del Estado de Jalisco (2013) sanciona a las y los conductores y propietarios de vehículos que cometan infracciones como circular o estacionarse en ciclovías, rebasar ciclistas sin respetar la distancia estipulada, no respetar la preferencia de circulación, entre otras. Ante la vigilancia de la autoridad competente o una previa denuncia, en caso de ser acreedor o acreedora a una de estas multas, y en conformidad con el artículo 20 de la misma ley, la persona infractora podrá conmutar su pago al asistir a un curso de sensibilización sobre los derechos ciclistas, impartido por la Secretaría de Movilidad (El Informador, 2016). Nuevamente, se espera a que se cometa una infracción o delito y esto sea denunciado, para incidir en la conducta de quien violenta, más allá de sólo sancionar.
A mi consideración, es fundamental que existan espacios y herramientas que faciliten la denuncia, así como mecanismos de acción para intervenir en situaciones de riesgo y violencia, pero éstos deben ir de la mano con estrategias de concientización y reeducación que tengan como prioridad prevenir cualquier incidencia de tal índole.
Dentro de las más de cien páginas del Manual de Ciclismo Urbano (IMTJ, 2016), se incluyen al final tres páginas con recomendaciones para motociclistas, automovilistas y chóferes, para mejorar la interacción con ciclistas. Me hago la siguiente pregunta: ¿qué cantidad de motociclistas, automovilistas y chóferes han leído, pueden leer y tienen acceso a tal manual? La respuesta no debe ser muy prometedora, juzgando por el hecho de que el título les pueda significar poco interés.
Así mismo, me parece importante tener en cuenta, como lo hace el manual en su página 104, consideraciones por parte de quien utiliza la bicicleta hacia las y los peatones, ya que están en la cúpula de la preferencia vial y, al fin de cuentas, son el sector más vulnerable. No obstante, en mi opinión, el tipo mensaje como el que reza al pie de la imagen de esta página del manual: “En algún momento, los ciclistas también son peatones”, me parece cuestionable. Si bien la empatía puede generar interpelación personal, deberíamos desarrollar la capacidad para comprender y respetar a aquellas personas en situación de vulnerabilidad, aunque nos fuese imposible identificarnos con ellas. Exempli gratia, como varón, es imperante que pueda cuestionar una conducta que violente los derechos de una mujer, por el simple hecho de que es una persona, y no por que “podría ser mi hermana o mi hija”.
Espacios exclusivos: exclusión en los espacios
Volviendo al ejemplo del hermano mayor y su pequeño hermanito, y aludiendo a los mecanismos de sanción que mencionábamos, imaginemos que el hermano mayor violenta al menor mientras jugaban juntos en un espacio o con un juguete determinado, y que entonces se le castiga retirándole del espacio o despojándole del juguete, para otorgar al menor, posteriormente, acceso pleno y exclusivo. Se soluciona el problema inmediato, que es asegurar a la parte vulnerada; sin embargo, pondría en duda la idea de que la actitud de quien violenta se modifique de manera positiva.
En la conferencia magistral “Manifestaciones de la violencia de género en el espacio público: ¿Por qué hablar de acoso sexual callejero?” impartida en la Universidad de Colima por la Licda. María del Rocío Corral Espinoza Monsivais, representante del Centro de Apoyo a la Mujer “Margarita Magón”, A.C., la activista Gabriela Alegría Ponce criticó de forma acertada las políticas públicas que tienden a designar espacios exclusivos para las mujeres, haciendo referencia primordialmente a los vagones del Sistema de Transporte Colectivo (metro) de la Ciudad de México, argumentando que, como feminista, lo que ella desea es que la mujer pueda circular libremente en cualquier espacio sin temor a ser violentada, y no tener que recluirse a un lugar determinado. A esto, la ponente respondió que la generación de estos espacios son medidas perentorias que atienden al problema inmediato, pero que definitivamente la solución no se esconde ahí. Podemos inferir que ésta se encuentra en la identificación y reconocimiento del verdadero problema, y la redefinición de los conceptos normativos que impiden que haya un cambio de conducta.
De forma paralela, vemos que se aplauden las iniciativas que generan espacios exclusivos para las y los ciclistas, como las ciclovías y los cierres de calles de la ciudad de Guadalajara para la vía recreativa en ciertos días de la semana. Aún así, el hecho de que esto no modifica el actuar de quienes conducen automóviles se manifiesta de forma tácita en el poco respeto que se tiene de tales lugares: circulan en las calles de la vía recreativa cuando no hay observación; se estacionan sobre las ciclovías; obstruyen las mismas, no se diga los cruces peatonales, al detenerse a esperar su paso en los semáforos y las calles donde no tienen preferencia. Como los hombres que exigen participación y protagonismo en espacios feministas (El Español, 2016), o los feminicidios en donde había previamente una orden de restricción (Tinoco, 2017), esto puede ser leído como una forma en que la parte dominante deja en claro que, incluso en el espacio exclusivo y “seguro” de la parte vulnerable, puede entrar, apropiarse y violentar de manera impune.
El verdadero problema y la verdadera solución
Después de lo expuesto, está más que claro que existe un problema, pero incluso hay que tener cuidado en la forma en que lo planteamos. ¿El problema será que hay personas que gustan y desean hacer uso de la bicicleta como medio de transporte y recreación, pero que esto representa un riesgo para su integridad en una cuidad diseñada para los automóviles? ¿O será, en su lugar, el exceso de parque vehicular; la congestión vial y su neurosis; el ruido; la contingencia ambiental declarada por la SEMADET por contaminación atmosférica (Reza, 2017); los atropellamientos de animales, peatones y ciclistas; el uso de espacios para estacionamiento de carros; el precio de la gasolina; la falta de tiempo para hacer ejercicio?
En función del problema planteado estará la solución. Podemos comenzar a pensar en la bicicleta, no sólo como una opción de movilidad, sino como un recurso integral para mejorar las condiciones en las que habitamos nuestro entorno. Que desde esa perspectiva, miremos “cómo viven la ciudad -quienes- hasta ahora han sido parte de la otredad” (Bustos, 2017), y no aislemos al ciclista como un sector contrapuesto a los vehículos automotores, sino como una alternativa a éstos, que por el momento es pertinente, pero después será drásticamente necesaria. Sólo es cuestión de tiempo.
Referencias
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Imagen:
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